martes

REFLEJO EN EL ANDEN


La veo y de nuevo no la reconosco, sentada en el metro mirando la ventana. Trae bajo un brazo el Publimentro, pero no lo lee. En el hombro va acostado el cabello, no tan corto, teñido de arcoiris, con pocas ondas. Deletreo su nombre: Macarena. Sigue usando los mismos lentes rojos con el cristal rayado. Los ojos siguen intactos, secos, con largas pestañas y adornados por unas cejas frondosas. Los labios están más delgados, menos húmedos pero conservan el rosado otoñal de siempre. Hoy trae una argolla negra en la nariz y en su mejilla se mantiene reposando una peca que según ella "estuvo de moda en otra época." Llegando a Salvador Macarena se para. Me mira, se mira, no se reconoce tampoco. De pies a cabeza; sandalias, vestido, cuello, mentón, frente, cabello. Está más alta pero sigue siendo pequeña, y sigue sembrando una joroba en su lomo. La ropa siempre negra, como maldita por la costumbre indígena de necesitar atraer el sol; y el pecho sin un adorno más que el de estar vivo, el respirar lento y un palpitar pausado. De repente las manos huesudas de sueltan de pasamano y las puertas se abren. Desaparezco.

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