domingo

Las piedras

Los hombres hacían fila, uno detrás del otro para subir a una plataforma instalada en medio del patio trasero de la casa de los ciruelos en flor. Tenía dos cajones de madera como escaleras, que crujían cuando los dos pies se posaban en ellos. El patíbulo, con una cuerda gris colgando, llena de cebo, esperaba por los cuellos inmortales de los hombres. Subió el primero. Una mujer con la cabeza cubierta por un grueso velo negro le puso la soga en el cuello y tiró de una palanca que dejo al hombre colgando sin tocar suelo. Todos miraron al cielo con desilusión y un poco de rabia. La mujer desamarró la cuerda y el hombre cayó al suelo. Se arrastró con vergüenza y se fue a sentar bajo uno de los árboles en la oscuridad. Subió el segundo, le dejó una carta al que esperaba tras él y subió. La mujer le puso la soga y tiró de la palanca. El hombre colgando empezó a patalear, sus ojos se llenaron de lágrimas. Miraba al cielo que seguía ahí, claro, de luna creciente, sin inmutarse, lejano. La mujer lo ayudó a bajar al suelo para que se revolcara en la tierra mojada bajo la plataforma. El primer hombre, mientras observaba el espectáculo, manoseaba una piedra con forma de almendra que encontró bajo el ciruelo. Se veía a sí mismo en un lago, haciendo rebotar la piedra almendra; y ésta al parar su salto se ahogaba para desaparecer. En el lago nadaban niños muertos que quisieron seguir la ruta de sus piedras. El hombre despertó y se paró con la piedra en la mano, se unió a la fila que había disminuido a 7 hombres. Ninguno de los anteriores murió. El sexto hombre subió con un gato negro muerto amarrado al pecho. No murió. El quinto, dijo un poema antes de subir y al bajar gritó el final desafinado adornado con gallitos negros y palabras de desamor. Los ciruelos derramaban sus pétalos entre la multitud postrada en el suelo, entes tapados en el barro, a la espera del final de la fila para luego dormir y mañana intentarlo de nuevo. El hombre esperó su turno, subió los dos cajones de madera, se puso el mismo la cuerda, apretó la piedra en su mano. La mujer bajó la palanca y un crujido lo ahogó en un lago de tierra, la piedra en la mano, hombres de barro y niños nadando a su alrededor.

miércoles

querida jessica beatriz herrera benitez con z, sé que estás por ahí pensando en mi. Algún día te regalo una barbie original, no lograste convencerme en todos estos años, hoy sí.

martes

REFLEJO EN EL ANDEN


La veo y de nuevo no la reconosco, sentada en el metro mirando la ventana. Trae bajo un brazo el Publimentro, pero no lo lee. En el hombro va acostado el cabello, no tan corto, teñido de arcoiris, con pocas ondas. Deletreo su nombre: Macarena. Sigue usando los mismos lentes rojos con el cristal rayado. Los ojos siguen intactos, secos, con largas pestañas y adornados por unas cejas frondosas. Los labios están más delgados, menos húmedos pero conservan el rosado otoñal de siempre. Hoy trae una argolla negra en la nariz y en su mejilla se mantiene reposando una peca que según ella "estuvo de moda en otra época." Llegando a Salvador Macarena se para. Me mira, se mira, no se reconoce tampoco. De pies a cabeza; sandalias, vestido, cuello, mentón, frente, cabello. Está más alta pero sigue siendo pequeña, y sigue sembrando una joroba en su lomo. La ropa siempre negra, como maldita por la costumbre indígena de necesitar atraer el sol; y el pecho sin un adorno más que el de estar vivo, el respirar lento y un palpitar pausado. De repente las manos huesudas de sueltan de pasamano y las puertas se abren. Desaparezco.

quien escribe?